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13 de junio de 2015

El precio justo

Paseaba yo por una feria callejera, en un tramo donde se concentraban los artistas. Había cuadros de todo tipo, estilos, colores y tamaños.
Algunos parecían hechos en serie con alguna magnífica técnica que permitía a su artista crearlos en segundos, pero con un notable efecto final (paisajes galácticos, oníricos, bucólicos). Su tamaño era más bien pequeño y su precio, en consonancia.
Otras obras eran más grandes y elaboradas: cuadros de gran formato, pintados con esmero en la línea más clásica de la pintura clásica. Los temas variaban, pero siempre dentro de lo clásico: desnudos, payasos, naturalezas muertas, marinas, retratos. Los precios, claro, también variaban.
Había exponentes del impresionismo, copias más o menos logradas de pinturas famosas (Van Gogh, Dalí, Picasso, Klimt, Kandisnsky) y cierto arte recargado más cercano a la ilustración de las portadas de los cómics que al óleo de Leonardo.
Me gustaba recorrer ese tramo de la feria y ver la diversidad de artistas, técnicas y resultados. De vez en cuando, incluso, podía verse a uno de los pintores en acción, quizás lo más asombroso y entretenido de todo el paseo.
Ese día había cobrado un dinero extra y había pensado en hacerle un regalo a alguien. Por qué no, me dije, alguno de estos trabajos. Así que presté atención, más que otras veces, al valor que (en dinero) los autores le daban a sus obras. Lo más bajo era veinticinco, pero los precios escalaban por los cincuenta, cien, ciento treinta, ciento cuarenta y cinco, ciento cincuenta, doscientos, doscientos quince, trescientos, cuatrocientos, quinientos cincuenta, quinientos  setenta y cinco, seiscientos veinticinco, setecientos. Mil parecía ser el tope para la feria.

Me detuve frente a uno particularmente feo. Era una especie de retrato soso de un zombi o algún monstruo por el estilo. En tonos verdes (prácticamente monotono, o monótono) la pieza no decía gran cosa. El rectángulo del cuadro mediría unos veinte centímetros de ancho por unos treinta de alto, y estaba hecho en el estilo simplón de la historieta, con sobrecarga de sombras negras, líneas en tinta china y un color que (si no estaba hecho por medios informáticos) podía ser de aerógrafo, acrílico o similar.
No obstante, lo curioso de esta pieza mediocre no era la pieza en sí, sino su precio: cuarenta y tres con setenta y ocho. Sí, exactamente “43,78”. Me quedé mirando fijo el cartelito con la cifra, cuando salió el autor de su caseta y me preguntó:
—¿Qué? ¿Le gusta?
—Si le digo la verdad, me llama la atención el precio —le respondí, para evitar tener que comentar eso—. ¿Es el precio sin impuestos? ¿O con impuestos?
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema con el precio? —inquirió con curiosidad el artista, casi con miedo, como si pensara que yo era un inspector tributario.
—Es raro, no sé… esos decimales… —seguí yo a lo mío, tratando de sacarle el motivo del número.
—¿Qué pasa? —se envalentonó el artista, cuando vio por dónde iban los tiros— ¿Acaso esta obra no puede valer cuarenta y tres con setenta y ocho?
—Realmente, puede valer lo que usted quiera —comenté con parsimonia—, pero ¿por qué exactamente cuarenta y tres con setenta y ocho?
—A ver, señor, eso es lo que vale el cuadro. Si le gusta, lo paga. Si no, siga viaje —se ofendió el artista, que enseguida arremetió sin dejarme responder—. ¿O qué? ¿Se sentiría mejor si le hubiera puesto cuarenta y cinco redondos? ¿O cincuenta, o cuarenta? ¿Por qué habría de ponerle un valor así, arbitrario, si esto vale cuarenta y tres con setenta y ocho, ni más ni menos? ¿Por qué todos los precios tienen que terminar en cinco o en cero, eh?
—Calma, calma. A veces terminan en noventa y nueve, por ejemplo —traté de serenarlo.
—Una patraña. Un intento de ocultar una cifra terminada en cero de valor superior. Todos sabemos que cuarenta y nueve (o cuarenta y nueve con noventa y nueve) es en realidad cincuenta; pero uno ve el cuatro y piensa que es menos que cinco, y cree que paga más barato lo que en realidad es más caro —argumentó apuntándome con el dedo, como si yo fuera responsable de la mentira oculta en el nueve.
—Si usted lo dice —otorgué, sin ganas de discutir con el artista que parecía estar enfrascado en su propia batalla, o en una discusión diferente con los otros artistas de la feria sobre el precio del arte.
Supuse, en el fondo, que el artista me engañaba a mí. Que el número no era en realidad el valor que él asignaba a su pieza, sino una protesta, una creación artística en sí destinada a cuestionar la arbitrariedad del precio del arte, o de cualquier precio en general.

Murmuré un buenos días y me alejé de ahí despacio, mirando de reojo el cuadro verdoso. “Cuarenta y tres con setenta y ocho”, pensé para mí, “si esa porquería no vale más de veintitrés con treinta y siete; con treinta y nueve, a lo sumo”.

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