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30 de agosto de 2014

De mal en pior

Cuando Cacho llegó al bar, Mandrake miraba con desconfianza (recelo, incluso) a Julito, que estaba contento; mientras, el Rober mostraba un gesto que iba de la fascinación a la incredulidad. Pero Cacho no saludó, ni preguntó qué tal, ni se interesó por sus amigos: se dejó caer en la silla, como quien realiza una declaración solemne con el trasero, o como el que busca llamar la atención con estridente disimulo.
‒A este no hay quién lo entienda ‒bufó Mandrake para el Rober, o para todos, o para nadie, mientras sacudía la mano en dirección a Julito.
‒¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a agarrar un martillo y empezar a romper celulares? ‒desafió el Rober.
‒No, che, tampoco es para tanto. El celu se me rompió solo. Y yo no voy a obligar a los demás a pasar por la que yo pasé ‒se atajó Julito, con una sonrisa imperecedera.
Cacho resopló en su sitio, mirando para otro lado.
‒A ver, no entiendo un carajo ‒vociferó Mandrake‒, ¿vos no sos… o eras… un fanático de los telefonitos de mierda esos, eh?
‒Sí, de hecho lo soy ‒confundió Julito.
‒¿Y entonces porqué tenés esa cara de feliz cumpleaños? ‒preguntó Mandrake, casi como una queja‒ Vos tenés que estar triste, hecho bolsa, bajoneado… Como sigas sonriendo, te borro los dientes de una trompada.

‒Dejalo, Mandrake, déjalo ‒se reía el Rober‒. El pibe acaba de recibir una especie de iluminación, un mensaje, una señal del más allá…
‒Que para este boludo es lo que está más allá de la General Paz ‒murmuró Cacho resentido, como para sí, y como para que los otros oyeran que murmuraba para sí.
‒¿Un mensaje? ¿Qué onda? ¿Te mandó un guasá el Estí Yos desde la nube? ‒Mandrake ignoró a Cacho y bromeó con inusitada erudición informática.
‒Al final, en el fondo, si te das cuenta, estamos en el clásico “no hay mal que por bien no venga” ‒perogruyó el Rober.
‒Y toda solución genera un nuevo problema ‒masculló Cacho, debatiéndose falsamente entre hacerse y no hacerse oír.
‒Yo no voy a generalizar ‒Julito se dirigía a los otros dos‒, pero sí te digo que de vez en cuando está bueno que algo te corte la rutina, que te saque de las obsesiones diarias, que te haga recuperar cosas que, de tan olvidadas, te habías olvidado de que las habías olvidado. Y si tiene que ser así, un poco por azar, otro poco por la fuerza, bienvenido sea.
‒Eso, es como parar la pelota, exactamente ‒ejemplificó el Rober‒. A veces la frenás vos, porque lo ves venir, porque medís el timing del partido y ves que hace falta bajar un cambio, meditar, dejar de correr arriba y abajo como un loco, al pedo. Pero otras veces son las circunstancias las que paran la pelota por vos: un lesionado, una pausa para tomar agua, un hincha trepado al alambrado, un perro suelto en la cancha, un chaparrón repentino, un apagón en el estadio… Cualquier cosa que te sirva para pausar, cambiar de ritmo, pensar.
‒¡Pf…! ‒soltó Cacho desviando la vista ostensiblemente en dirección opuesta a sus camaradas‒ Ya salió la pelotudez ‒musitó luego, con un juego de palabras en el que dejó resonando solamente la última, ocultando deliberadamente las primeras en un ronroneo gutural y siseante.
‒Al final, todo se resume en tiempo ‒concluyó Julito, como si no hubiese oído a Cacho.
‒¿Tiempo? ¿Y con qué te vas a comprar otro de esos celulares conchetos? ¿Con tiempo? ‒protestó Mandrake.
‒No claro que no. Pero que se rompiera el anterior me hizo descubrir que tengo mucho tiempo para aprovechar, tiempo que estaba desaprovechando mientras creía que estaba aprovechando el tiempo ‒enredó Julito.
‒A mí me pasa eso cada vez que se acaba el campeonato: de golpe, los fines de semana parece que duraran más, las tardes y las noches vuelven a existir, y los domingos resulta que tienen parques y paseos por la Costanera ‒reivindicó el Rober.
Cacho no aguantó más y, en vista de que no le hacían caso, decidió pasar al ataque:
‒¿Se puede saber de que mieeerda están hablando? ‒exigió saber con prepotencia.
‒De lo que le pasó a este nabo ‒contestó el Rober con naturalidad y algo de guasa, sin acusar ofensa alguna‒. A Julito se le cayó el smartphone por el balcón, se le hizo crosta y, en vez de sumirse en una depresión incurable, resulta que se puso contento.
‒Bueno, tampoco fue tan así. Al principio me quería matar. Después quería matar a alguien. Y recién después, cuando me resigné a que ya estaba perdido, empecé a rehacer mis rutinas. Y así fue cómo descubrí la cantidad de tiempo que pasaba con el bicho, y también cómo a veces era una pérdida de tiempo. No te voy a negar que todavía hay momentos en que noto su falta, y eso que ya pasó una semana, pero en general me vino bien. De golpe empecé a leer más en papel (y cosas más interesantes que las gansadas que se comparten on-line); tuve una conversación profunda con Romina; volví a cocinar como antes, con tiempo y dedicación; por no decir que desempolvé la guitarra y… ¡qué alegría, boludo! ¡Todavía me sé las canciones del grupito que teníamos en el secundario! ‒Julito estaba decididamente feliz.
‒Y todo eso en una semana… ‒Cacho se mostraba escéptico‒ En todo caso, ya se te va a pasar. Y va a ser peor, porque vas a estar sin celular y sin los viejos hobbies, que por algo los habías dejado, no solo por culpa del telefonucho.
‒Ahora no sé que es pior ‒dudó Mandrake‒ si el boludo de Julito que está contento cuando no debería, o el mala onda de Cacho y la reconcha de tu madre, pelotudo.
‒¿Y a este qué le picó? ‒preguntó el Negro, que acababa de llegar, tarde, con olor a perfume de mujer.
‒¿A cuál? ‒repreguntó el Rober.
‒Ah, no sé, ¿hay más de un herido? ‒dijo el Negro mientras se sentaba y gesticulaba su pedido al Gallego.
‒Estoy contento ‒respondió Julito.
‒Estoy mufado ‒respondió Cacho.
‒Bueno, mientras lo de uno no dependa de lo del otro… ‒especuló el Negro divertido.
‒No lo creo. A menos que Cacho le haya destrozado el celular a Julito mediante telekinesis con fines oscuros ‒replicó el Rober, también bromista, intentando llevar la conversación hacia el teléfono de Julito.
‒¿Se te rompió el celular? ¿Y estás contento? ¿O eras vos el que dijo que estaba mufado? ‒se asombró el Negro con Julito, mostrando la misma incredulidad que antes el Rober y Mandrake.
‒Eso les estaba contando. De golpe me di cuenta de que había un mundo lleno de cosas ahí fuera ‒insistió Julito, con el entusiasmo propio del aventurero que acaba de poner pie en unas costas vírgenes.
‒¿Y vos, boludo? ‒inquirió el Negro a Cacho, mientras los otros retorcían la cara indicándole que había cometido un error, que cuando Cacho está así, es mejor ignorarlo que darle pie a que hable. Demasiado tarde.
‒Estoy mufado, en todos los sentidos posibles. Alguien me echó mal de ojo, no sé. Estoy meado por los perros, por una jauría entera. No levanto cabeza, todo va de mal en peor y, cuando pienso que ya no se puede caer más bajo, resulta que todavía queda un escalón más, y otro, y otro…
‒Y bueno, Cachito, así es la vida ‒intentó poner fin el Negro, mediante el recurso habitual a la frase de compromiso.
‒Parece como si hablara de la campaña de Racing. No te habrás vuelto racinguista, vos ‒lo cargó el Rober, tratando de desviar el tema.
‒Aprendé de este ganso ‒acotó Mandrake, señalando a Julito‒, que está contento en el peor día de su vida, o algo así.
Acabado el turno de frases hechas y consejos mecánicos, la barra se quedó en silencio, esperando una reacción de Cacho, o un cambio de tema, que alguien recondujera la conversación lo más lejos posible del malestar pesimista. Mandrake, de hecho, se levantó rascándose el trasero y anunció a viva voz que se iba al baño, saliendo al trote hacia la puerta del hombrecito como si escapara de un posible cataclismo emocional  que estaba a punto de desatarse en la mesa.
Pero al cabo de unos segundos, Cacho respiró profundamente y escupió:
‒¿Ven, ven lo que les digo? Uno está jodido, bajoneado, en la mala, y ni siquiera encuentra consuelo con los amigos, que te huyen como a un apestado ‒y diciendo esto amagó (porque se notó que solamente amagaba) con pararse y marcharse.
‒No, pará, boludo ‒lo detuvo el Negro, sabiendo que eso era lo que Cacho quería oír.
‒Nada puede ser tan grave ‒rebosaba optimismo Julito.
‒Estoy al límite. No doy abasto con el laburo ‒comenzó a recitar Cacho‒, no me queda tiempo para nada, estoy cansado todo el día, se me escapó el gato, tengo humedad en el baño, se marchitó el jazmín, la vecina me quiere denunciar por una grieta en la medianera que no es mi culpa, se me quemó el tubo del televisor, se manchó con lavandina mi pantalón negro preferido, y… y…
‒¡Una mina! ¡Lo sabía! ‒aventuró el Negro.
‒¿Otra vez? ‒el Rober no sabía si reír o lamentarse. Buscó a Mandrake con la vista, pero el otro seguía escondido en el baño.
‒Sí, una mina. La conocí el otro día. Trabaja en la oficina, en otra planta. Hablamos a la hora de comer, en la cafetería, y parecía piola ‒narró Cacho.
‒Y está buena, se te nota en la cara ‒agregó Julito.
‒Sí, está buena ‒se ruborizó Cacho.
‒¿Y? ¿Qué pasó? ‒empezó a impacientarse el Negro.
‒Hablamos, comimos juntos y cambiamos los teléfonos. Pero ella me dijo que ya me llamaría… y no me llamó ‒lloriqueó Cacho.
‒¿Pero vos tenés su teléfono, ganso? ‒se desesperó el Negro.
‒Sí, pero ella dijo… ‒se defendió Cacho.
‒Este no aprende más ‒comentó el Rober a Julito, ante la ausencia de Mandrake.
‒Llamala vos, salamín ‒aconsejó Julito con tono paternal.
‒¿En serio? ¿Ustedes creen? ‒comenzó a entusiasmarse Cacho.
‒Más vale, boludo ‒adoctrinó el Negro‒. Cuando una mina te dice que no la llames, te está probando ‒improvisó después‒. Está midiendo tu interés: si transgredís esa pequeña norma, es porque estás interesado, ¿entendés?
‒Pero… ¿Y si no es así y se lo toma a mal? ‒dudaba Cacho.
‒Y… si se lo toma a mal es porque en realidad era ella la que no estaba interesada. En cualquier caso, te sacás la duda. No puede ser malo. Sea cual sea el resultado, después de llamarla vas a tener un problema menos, y eso puede significar que se acabó tu mala racha ‒Julito intentó buscar el lado bueno.
‒En serio, ganso. Llamala y sacate la duda. Es más, llamala acá, con nosotros, así te damos una mano, pase lo que pase ‒alentó el Rober.
‒¿Ustedes creen? ‒Cacho oscilaba entre el entusiasmo y el miedo.
‒¡Claro, Cachito, claro! ‒lo encorajinó el Negro.
‒De verdad, para eso estamos acá ‒lo palmeó Julito.
‒¡Vamos campeón! Nosotros te bancamos hasta el silbato final y más allá ‒apremió el Rober.
Cacho sonrió y sacó su celular. Miró con timidez a sus amigos, añadiendo suspenso, y después desbloqueó lentamente el teclado. “¿Seguro?”, dudó por última vez, mientras sus compañeros lo alentaban con ansiedad, arrimándose en un círculo cada vez más estrecho en torno a su amigo. Cacho rebuscó entre sus contactos y dejó señalado el teléfono de la mujer en cuestión. Miró a los ojos del Negro, al Rober, a Julito, y todos le devolvieron un gesto de aprobación.
Y entonces, de golpe, la mano mugrosa de Mandrake apareció de la nada, arrancó el celular de Cacho y lo revoleó por la ventana. En ese instante pasó un colectivo y aplastó con todas las ruedas posibles al diminuto aparato, que quedó despanzurrado en el asfalto con sus tripas de circuitos y silicio desperdigadas en fragmentos irreconocibles.
Cacho simplemente quedó boquiabierto, con los ojos desorbitados, congelado; después se fue encogiendo en su silla, con las pupilas dilatadas y la mente extraviada en los límites de la locura.
‒¿Qué hacés, pelotudo? ‒increpó el Negro a Mandrake.
‒¿Pero…? ‒el Rober no entendía nada.
‒No me… no te… no lo puedo creer ‒se lamentó Julito, que era el único que parecía entender lo que estaba pasando.

‒Listo, ya está ‒se ufanó Mandrake‒. A ver si ahora se te pasa la mufa. Si al tarado de Julito le funcionó, a vos te tiene que funcionar, Cachito ‒razonó.

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