Cuando Cacho llegó al bar, Mandrake miraba con desconfianza (recelo,
incluso) a Julito, que estaba contento; mientras, el Rober mostraba un gesto
que iba de la fascinación a la incredulidad. Pero Cacho no saludó, ni preguntó
qué tal, ni se interesó por sus amigos: se dejó caer en la silla, como quien
realiza una declaración solemne con el trasero, o como el que busca llamar la
atención con estridente disimulo.
‒A este no hay quién lo entienda ‒bufó Mandrake para el
Rober, o para todos, o para nadie, mientras sacudía la mano en dirección a
Julito.
‒¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a agarrar un martillo y
empezar a romper celulares? ‒desafió el Rober.
‒No, che, tampoco es para tanto. El celu se me rompió solo.
Y yo no voy a obligar a los demás a pasar por la que yo pasé ‒se atajó Julito,
con una sonrisa imperecedera.
Cacho resopló en su sitio, mirando para otro lado.
‒A ver, no entiendo un carajo ‒vociferó Mandrake‒, ¿vos no
sos… o eras… un fanático de los telefonitos de mierda esos, eh?
‒Sí, de hecho lo soy ‒confundió Julito.
‒¿Y entonces porqué tenés esa cara de feliz cumpleaños?
‒preguntó Mandrake, casi como una queja‒ Vos tenés que estar triste, hecho
bolsa, bajoneado… Como sigas sonriendo, te borro los dientes de una trompada.
‒Dejalo, Mandrake, déjalo ‒se reía el Rober‒. El pibe acaba
de recibir una especie de iluminación, un mensaje, una señal del más allá…
‒Que para este boludo es lo que está más allá de la General Paz ‒murmuró Cacho resentido, como para sí,
y como para que los otros oyeran que murmuraba para sí.
‒¿Un mensaje? ¿Qué onda? ¿Te mandó un guasá el Estí Yos desde
la nube? ‒Mandrake ignoró a Cacho y bromeó
con inusitada erudición informática.
‒Al final, en el fondo, si te das cuenta, estamos en el
clásico “no hay mal que por bien no venga” ‒perogruyó el Rober.
‒Y toda solución genera un nuevo problema ‒masculló Cacho,
debatiéndose falsamente entre hacerse y no hacerse oír.
‒Yo no voy a generalizar ‒Julito se dirigía a los otros
dos‒, pero sí te digo que de vez en cuando está bueno que algo te corte la
rutina, que te saque de las obsesiones diarias, que te haga recuperar cosas
que, de tan olvidadas, te habías olvidado de que las habías olvidado. Y si
tiene que ser así, un poco por azar, otro poco por la fuerza, bienvenido sea.
‒Eso, es como parar la pelota, exactamente ‒ejemplificó el
Rober‒. A veces la frenás vos, porque lo ves venir, porque medís el timing del partido y ves que hace falta
bajar un cambio, meditar, dejar de correr arriba y abajo como un loco, al pedo.
Pero otras veces son las circunstancias las que paran la pelota por vos: un
lesionado, una pausa para tomar agua, un hincha trepado al alambrado, un perro
suelto en la cancha, un chaparrón repentino, un apagón en el estadio… Cualquier
cosa que te sirva para pausar, cambiar de ritmo, pensar.
‒¡Pf…! ‒soltó Cacho desviando la vista ostensiblemente en
dirección opuesta a sus camaradas‒ Ya salió la pelotudez ‒musitó luego, con un juego de palabras en el que dejó
resonando solamente la última, ocultando deliberadamente las primeras en un ronroneo
gutural y siseante.
‒Al final, todo se resume en tiempo ‒concluyó Julito, como
si no hubiese oído a Cacho.
‒¿Tiempo? ¿Y con qué te vas a comprar otro de esos celulares
conchetos? ¿Con tiempo? ‒protestó Mandrake.
‒No claro que no. Pero que se rompiera el anterior me hizo
descubrir que tengo mucho tiempo para aprovechar, tiempo que estaba
desaprovechando mientras creía que estaba aprovechando el tiempo ‒enredó
Julito.
‒A mí me pasa eso cada vez que se acaba el campeonato: de
golpe, los fines de semana parece que duraran más, las tardes y las noches
vuelven a existir, y los domingos resulta que tienen parques y paseos por la
Costanera ‒reivindicó el Rober.
Cacho no aguantó más y, en vista de que no le hacían caso,
decidió pasar al ataque:
‒¿Se puede saber de que mieeerda
están hablando? ‒exigió saber con prepotencia.
‒De lo que le pasó a este nabo ‒contestó el Rober con
naturalidad y algo de guasa, sin acusar ofensa alguna‒. A Julito se le cayó el smartphone por el balcón, se le hizo
crosta y, en vez de sumirse en una depresión incurable, resulta que se puso
contento.
‒Bueno, tampoco fue tan así. Al principio me quería matar.
Después quería matar a alguien. Y recién después, cuando me resigné a que ya
estaba perdido, empecé a rehacer mis rutinas. Y así fue cómo descubrí la
cantidad de tiempo que pasaba con el bicho, y también cómo a veces era una
pérdida de tiempo. No te voy a negar que todavía hay momentos en que noto su
falta, y eso que ya pasó una semana, pero en general me vino bien. De golpe
empecé a leer más en papel (y cosas más interesantes que las gansadas que se
comparten on-line); tuve una
conversación profunda con Romina; volví a cocinar como antes, con tiempo y
dedicación; por no decir que desempolvé la guitarra y… ¡qué alegría, boludo!
¡Todavía me sé las canciones del grupito que teníamos en el secundario! ‒Julito
estaba decididamente feliz.
‒Y todo eso en una semana… ‒Cacho se mostraba escéptico‒ En
todo caso, ya se te va a pasar. Y va a ser peor, porque vas a estar sin celular
y sin los viejos hobbies, que por algo los habías dejado, no solo por culpa del
telefonucho.
‒Ahora no sé que es pior
‒dudó Mandrake‒ si el boludo de Julito que está contento cuando no debería, o
el mala onda de Cacho y la reconcha de tu madre, pelotudo.
‒¿Y a este qué le picó? ‒preguntó el Negro, que acababa de
llegar, tarde, con olor a perfume de mujer.
‒¿A cuál? ‒repreguntó el Rober.
‒Ah, no sé, ¿hay más de un herido? ‒dijo el Negro mientras
se sentaba y gesticulaba su pedido al Gallego.
‒Estoy contento ‒respondió Julito.
‒Estoy mufado ‒respondió Cacho.
‒Bueno, mientras lo de uno no dependa de lo del otro…
‒especuló el Negro divertido.
‒No lo creo. A menos que Cacho le haya destrozado el celular
a Julito mediante telekinesis con fines oscuros ‒replicó el Rober, también bromista,
intentando llevar la conversación hacia el teléfono de Julito.
‒¿Se te rompió el celular? ¿Y estás contento? ¿O eras vos el
que dijo que estaba mufado? ‒se asombró el Negro con Julito, mostrando la misma
incredulidad que antes el Rober y Mandrake.
‒Eso les estaba contando. De golpe me di cuenta de que había
un mundo lleno de cosas ahí fuera ‒insistió Julito, con el entusiasmo propio
del aventurero que acaba de poner pie en unas costas vírgenes.
‒¿Y vos, boludo? ‒inquirió el Negro a Cacho, mientras los
otros retorcían la cara indicándole que había cometido un error, que cuando
Cacho está así, es mejor ignorarlo que darle pie a que hable. Demasiado tarde.
‒Estoy mufado, en todos los sentidos posibles. Alguien me
echó mal de ojo, no sé. Estoy meado por los perros, por una jauría entera. No
levanto cabeza, todo va de mal en peor y, cuando pienso que ya no se puede caer
más bajo, resulta que todavía queda un escalón más, y otro, y otro…
‒Y bueno, Cachito, así es la vida ‒intentó poner fin el
Negro, mediante el recurso habitual a la frase de compromiso.
‒Parece como si hablara de la campaña de Racing. No te
habrás vuelto racinguista, vos ‒lo cargó el Rober, tratando de desviar el tema.
‒Aprendé de este ganso ‒acotó Mandrake, señalando a Julito‒,
que está contento en el peor día de su vida, o algo así.
Acabado el turno de frases hechas y consejos mecánicos, la
barra se quedó en silencio, esperando una reacción de Cacho, o un cambio de
tema, que alguien recondujera la conversación lo más lejos posible del malestar
pesimista. Mandrake, de hecho, se levantó rascándose el trasero y anunció a
viva voz que se iba al baño, saliendo al trote hacia la puerta del hombrecito
como si escapara de un posible cataclismo emocional que estaba a punto de desatarse en la mesa.
Pero al cabo de unos segundos, Cacho respiró profundamente y
escupió:
‒¿Ven, ven lo que les digo? Uno está jodido, bajoneado, en
la mala, y ni siquiera encuentra consuelo con los amigos, que te huyen como a
un apestado ‒y diciendo esto amagó (porque se notó que solamente amagaba) con
pararse y marcharse.
‒No, pará, boludo ‒lo detuvo el Negro, sabiendo que eso era
lo que Cacho quería oír.
‒Nada puede ser tan grave ‒rebosaba optimismo Julito.
‒Estoy al límite. No doy abasto con el laburo ‒comenzó a
recitar Cacho‒, no me queda tiempo para nada, estoy cansado todo el día, se me
escapó el gato, tengo humedad en el baño, se marchitó el jazmín, la vecina me
quiere denunciar por una grieta en la medianera que no es mi culpa, se me quemó
el tubo del televisor, se manchó con lavandina mi pantalón negro preferido, y…
y…
‒¡Una mina! ¡Lo sabía! ‒aventuró el Negro.
‒¿Otra vez? ‒el Rober no sabía si reír o lamentarse. Buscó a
Mandrake con la vista, pero el otro seguía escondido en el baño.
‒Sí, una mina. La conocí el otro día. Trabaja en la oficina,
en otra planta. Hablamos a la hora de comer, en la cafetería, y parecía piola
‒narró Cacho.
‒Y está buena, se te nota en la cara ‒agregó Julito.
‒Sí, está buena ‒se ruborizó Cacho.
‒¿Y? ¿Qué pasó? ‒empezó a impacientarse el Negro.
‒Hablamos, comimos juntos y cambiamos los teléfonos. Pero
ella me dijo que ya me llamaría… y no me llamó ‒lloriqueó Cacho.
‒¿Pero vos tenés su teléfono, ganso? ‒se desesperó el Negro.
‒Sí, pero ella dijo… ‒se defendió Cacho.
‒Este no aprende más ‒comentó el Rober a Julito, ante la
ausencia de Mandrake.
‒Llamala vos, salamín ‒aconsejó Julito con tono paternal.
‒¿En serio? ¿Ustedes creen? ‒comenzó a entusiasmarse Cacho.
‒Más vale, boludo ‒adoctrinó el Negro‒. Cuando una mina te
dice que no la llames, te está probando ‒improvisó después‒. Está midiendo tu
interés: si transgredís esa pequeña norma, es porque estás interesado,
¿entendés?
‒Pero… ¿Y si no es así y se lo toma a mal? ‒dudaba Cacho.
‒Y… si se lo toma a mal es porque en realidad era ella la
que no estaba interesada. En cualquier caso, te sacás la duda. No puede ser
malo. Sea cual sea el resultado, después de llamarla vas a tener un problema
menos, y eso puede significar que se acabó tu mala racha ‒Julito intentó buscar
el lado bueno.
‒En serio, ganso. Llamala y sacate la duda. Es más, llamala
acá, con nosotros, así te damos una mano, pase lo que pase ‒alentó el Rober.
‒¿Ustedes creen? ‒Cacho oscilaba entre el entusiasmo y el
miedo.
‒¡Claro, Cachito, claro! ‒lo encorajinó el Negro.
‒De verdad, para eso estamos acá ‒lo palmeó Julito.
‒¡Vamos campeón! Nosotros te bancamos hasta el silbato final
y más allá ‒apremió el Rober.
Cacho sonrió y sacó su celular. Miró con timidez a sus
amigos, añadiendo suspenso, y después desbloqueó lentamente el teclado.
“¿Seguro?”, dudó por última vez, mientras sus compañeros lo alentaban con
ansiedad, arrimándose en un círculo cada vez más estrecho en torno a su amigo.
Cacho rebuscó entre sus contactos y dejó señalado el teléfono de la mujer en
cuestión. Miró a los ojos del Negro, al Rober, a Julito, y todos le devolvieron
un gesto de aprobación.
Y entonces, de golpe, la mano mugrosa de Mandrake apareció
de la nada, arrancó el celular de Cacho y lo revoleó por la ventana. En ese
instante pasó un colectivo y aplastó con todas las ruedas posibles al diminuto
aparato, que quedó despanzurrado en el asfalto con sus tripas de circuitos y
silicio desperdigadas en fragmentos irreconocibles.
Cacho simplemente quedó boquiabierto, con los ojos
desorbitados, congelado; después se fue encogiendo en su silla, con las pupilas
dilatadas y la mente extraviada en los límites de la locura.
‒¿Qué hacés, pelotudo? ‒increpó el Negro a Mandrake.
‒¿Pero…? ‒el Rober no entendía nada.
‒No me… no te… no lo puedo creer ‒se lamentó Julito, que era
el único que parecía entender lo que estaba pasando.
‒Listo, ya está ‒se ufanó Mandrake‒. A ver si ahora se te
pasa la mufa. Si al tarado de Julito le funcionó, a vos te tiene que funcionar,
Cachito ‒razonó.
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