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11 de agosto de 2013

El zurdo

Desde chico le habían inculcado algunas supersticiones que jamás lo abandonaron: cruzar los dedos, no pasar por debajo de las escaleras, evitar a los gatos negros y, en especial, empezar todo con el pie derecho.
Sin embargo, y aunque intentaba deliberadamente huir de la mala suerte, su vida era una desgracia. Podría decirse que personificaba la Ley de Murphy y sus más tristes corolarios, principios y anexos: todo le salía mal en la peor combinación posible.
Pero él era porfiado. Estaba convencido de que todo ocurría por su culpa, porque seguramente hacía algo mal, algo que atraía la mala suerte. Así que cada día repasaba a conciencia los pasos que, según las creencias populares, debían asegurarle un buen comienzo.
Su obsesión era el pie derecho. “Si hay algo en lo que me puedo descuidar, en donde más fácilmente puedo cometer un error, es en lo del pie derecho”, se decía. Así que había colocado la cama contra una pared, de manera que solo podía bajarse por el lado en el que, instintivamente, incluso dormido, no tenía más remedio que apoyar primero la derecha. También dejaba junto a la cama solo el calcetín y el zapato que debía calzarse primero, y a los otros los arrojaba lejos para evitar confusiones. Antes de acostarse, también marcaba el hueco del pantalón por donde debía pasar la primera pierna, y ataba un pañuelo en el otro para que, si por error comenzaba con el pie indebido, el nudo le impidiera avanzar. Y así con todo.

No obstante, las desdichas continuaban: la suerte no llegaba y todo le salía al revés. Entre sus muchos desaciertos se encontraba el de confundir habitualmente la izquierda y la derecha.