–Cuando sea
grande, voy a ser rey –dijo el joven a su maestro–. Voy a armarme caballero y
seré el más valiente de entre todos. Ganaré fama y dinero, y conseguiré que me
nombren protector de una marca o de un ducado. Y luego conquistaré y ganaré tantas
batallas que acabaran por nombrarme rey de reyes.
–Me parece bien –opinó
el maestro.
–Voy a tener un
castillo gigante, inexpugnable y luminoso, con mármoles en suelos y paredes, y
estatuas y armaduras y estandartes. Tendrá enormes riquezas y lujos que
compartiré con todos mis amigos y mis más fieles servidores. Y voy a gobernar
sabia y justamente, y todos me van a adorar.
–Me gusta que
pienses así –acotó el maestro.
–Y me voy a casar
con una bella princesa y vamos a tener muchos hijos que serán hermosos y nobles
e inteligentes. Y mi hogar será feliz, lleno de alegría y risas y sol y flores,
incluso en invierno.
–Bonito futuro
–evaluó el maestro.
Y el muchacho partió
a enfrentarse con la vida.
El maestro, ya
anciano, vio regresar años después a una figura harapienta, apoyada en un
bastón para compensar la pierna ausente. Tras la melena enmugrecida, una mirada
tuerta y llena de reproche enfrentó al viejo sabio:
–¿Me recuerdas?
–preguntó.
–Claro. Eras mi
aprendiz –reconoció el anciano–. ¿Qué fue de tu vida?
–Quise ser un
noble, pero acabé al servicio de uno. Bajo su mando, tuve que saquear aldeas y
quemar granjas. Los campesinos nos odiaban y, en cuanto tuvieron oportunidad,
intentaron asesinarme. Debí huir, pero el noble consideró que fue un acto de
cobardía y me preoscribió. Tuve que refugiarme en los suburbios de una ciudad
apestosa y vivir entre ladrones y contrabandistas. En esos ambientes tan
sórdidos, mi cuerpo fue llenándose de mutilaciones y cicatrices. Todas las
mujeres me despreciaron. No hace falta aclarar que no he tenido hijos. Tampoco tengo
amigos: mi aspecto y mis negocios espantan a cualquiera. Ahora, inútil, tullido
y envejecido, apenas si puedo mendigar para gastar las pocas monedas que
consigo en algún vino que me ayude a olvidar penas y dolores.
–Lamento oír eso.
¿Qué puedo hacer para ayudarte?
–Ya nada. El daño
está hecho. La vida no fue como habíamos hablado. Ahora solo me queda matarte.
–¿Matarme? ¿Por
qué?
–Me engañaste.