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19 de marzo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 2/7



Avaricia I
pasaje subvencionado por el estado nacional.”

Avaricia II
    El pibe sube al colectivo, que arranca:
    –Uno diez, jefe.
    –¿Hasta dónde vas, pibe?
    –Acá nomás.
    –Sí, ¿pero adónde?
    –Acá, a Ruggeri y Pasculli.
    –Eso ya te sale uno veinte, papá.
    –Pero siempre me cobran uno diez.
    –A mí no me digas. Desde acá es uno veinte.
    –No me joda, si estamos a la vuelta.
    –Entonces andá a pata, pibe.
    –¿Sabe qué? Tiene razón. Déjeme bajar en la que viene.
    El pibe baja, pero se queda en la parada con las monedas en la mano. A los cinco minutos viene otro colectivo. El pibe deja subir a los que esperaban desde antes y entra último. Todos pagan sus boletos en orden. Le llega su turno:
    –Uno diez, maestro.
    –¿Hasta dónde vas, campeón?
    –Y a usted qué le importa.
    –¿No ves el cartel, pibe? “Indique el destino al chofer”.
    –Soldán al 4200.
    –Uno veinte, te sale.
    –¿Uno veinte? ¡Pero si son diez cuadras!
    –Uno veinte.
    –No me alcanzan las monedas. ¿Y ahora cómo hago?
    –Yo qué sé, problema tuyo.
    –¿Tiene cambio de diez pesos?
    –No, pibe…
    –¿Y entonces cómo hago?
    –Hacé una cosa: bajate en la próxima, cambiá en un kiosco y tomate el que sigue.
    El pibe vuelve a bajar y, sin moverse, espera al siguiente. Juguetea con sus cinco monedas hasta que aparece:
    –Uno diez, si es tan amable.
    –¿Hasta dónde?
    –Prodan y Pettinato.
    La máquina marca “1,20”.
    –Uno diez, era.
    –Hasta ahí es uno veinte, flaco.
    –No me hace la gauchada, que no me alcanzan las monedas.
    –Si fuera por mí, viste… Pero no puedo. Si se sube el inspector me como el garrón yo, viste.
    –Claro, claro… Porque cambio no tiene, ¿no? De diez pesos.
    –Y, no, yo no te puedo cambiar. Tenés que tener siempre monedas por si las dudas, nene.
    –Uh, qué bajón. Y ahora qué hago…
    El chofer permanece en silencio.
    –Usted, aunque sea, ¿me puede llevar hasta la placita de más allá, la de Mazzorín y Luder? Desde ahí ya me arreglo yo.
    –No hay problema, flaco.
    A las tres paradas, el pibe se baja. Agradece al colectivero y saluda con la mano. Cruza la plaza y llega a un edificio de departamentos. Guarda las monedas en el bolsillo, abre la puerta con su llave y entra en casa sonriendo.

18 de marzo de 2011

Los siete pecados (de viajar en el transporte público de las grandes) capitales - 1/7



Lujuria I
“¡No empujen que en el fondo hay lugar!”


Lujuria II
    En la eterna lucha del viajero por conseguir un cómodo y práctico emplazamiento en el tren subterráneo, hay varios factores que deben tenerse en cuenta al momento de escoger el mejor sitio posible. Por ejemplo: dónde se encuentra la ventilación más cercana, cuánta gente hay (y se estima que habrá) entre nosotros y la salida, cuánto tiempo permaneceremos en el vehículo, si estamos solos o acompañados, si vamos o no con equipaje, si transportamos importantes sumas de dinero, objetos frágiles o de valor, etc.
    Sin embargo, hay un elemento que es esencial para disfrutar de un viaje ameno, una consideración que no puede pasar por alto el usuario habitual de este servicio: debe conseguir por todos los medios tener una clara línea visual hacia las ventanillas. ¿Por qué es esto tan importante?, se preguntará con seguridad el lector. ¿Quizás porque nos permite ver con claridad cada estación a la que arribamos? No necesariamente, puesto que los modernos vagones incorporan señales luminosas que lo indican con antelación; y si, llegado el caso, estas no funcionaran, siempre se puede preguntar a otro pasajero con mejor perspectiva.
    ¿Entonces? ¿Para qué observar la ventanilla si el paisaje que se descubre tras sus cristales es, en el grueso del trayecto, la mugrosa pared renegrida de los túneles? La respuesta no está en el exterior, sino en el interior del coche. Y en el milagro de la luz que inunda los vagones en contraste con la oscuridad del inframundo, una combinación que convierte a los cristales en auténticos espejos.
    En estas superficies reflectantes, pues, tenemos la oportunidad de disfrutar en excelente panorámica de las bellezas que, descubiertas por la mano calurosa del sempiterno bochorno que puebla las cavernas, enseñan sus gracias al observador atento. La mirada indiscreta queda perfectamente disimulada, como si estuviésemos hipnotizados por el vaivén sinuoso de esos cables exteriores que parecieran jugar una carrera contra la formación, cuando en realidad estamos embobados con unos labios carnosos, unos ojos deslumbrantes o una figura escultural.
    Cualquier inconveniente, de esos que nunca faltan en el viaje de ida y de vuelta (empujones, pisotones, insultos, bajones de presión, intoxicación por fetidez humana, entre otros), quedará inmediatamente en un segundo plano ante la visión celestial que las ventanillas abren para nosotros en medio de este infierno.

5 de marzo de 2011

Esto no es un texto

Todo
texto
es una
imagen (un
montón de líneas,
generalmente negras
sobre fondo blanco) que
se interpreta según reglas
socialmente codificadas. Pero este
texto no. Es una imagen que tiene forma de barquito, o de algo parecido.
Pero
no tiene
sentido
alguno.
De modo que no merece la pena ponerse a leerlo, porque no se va a encontrar nada de provecho. Simplemente se han usado las letras, las palabras y las frases,
dispuestas de manera poco habitual, para hacer un simpático dibujito.
Un poco infantil, es cierto, pero curioso. No es habitual (aunque
tampoco original) ver un barquito hecho con palabras.
Así que eso: esto no es un texto.

1 de marzo de 2011

La verdad

Él la miró tímidamente a los ojos y le preguntó:
–¿Querés que te diga la verdad?
Ella, con algo de intriga, le rogó:
–Sí, por favor.
Él, desviando la vista, soltó torpemente:
–La verdad.
Así supo ella que la verdad no eran más que palabras.